Yo tengo mi moto, una 400 cc que es mi consentida. Escape ronco, luces LED que de noche parecen escenario de concierto, bocinas integradas para escuchar rock como debe sonar: fuerte y limpio. La tengo impecable, cromos brillando, tanque siempre lleno. Cada vez que la acelero siento ese golpe de adrenalina en el pecho, ese rugido que hace que cualquiera voltee.
Para mí, no es solo una moto: es la que me ha llevado a curvas cerradas donde la rodilla casi roza el asfalto, a carreteras donde el viento te pega tan fuerte que te hace sentir invencible, a pueblitos que huelen a leña y barbacoa. Es mi escape, mi compañera de ruta, la que me recuerda que sigo vivo.
Ese fin de semana salí con mi novia, que también es biker de corazón. Ella tiene su moto bien cuidada, más ligera que la mía, pero sabe manejarla como se debe. Cuando salimos juntos, sabemos que vamos a llamar la atención: dos motos impecables, dos cascos negros, actitud de "vamos a rodar, y rodar bien".
El viaje perfecto
Salimos temprano, aire fresco, carretera libre. Cada curva era perfecta: inclinar la moto, sentir cómo la llanta se agarra, cómo responde el motor cuando aceleras a la salida de la curva. Pasamos por un tramo largo, recto, donde sentí el viento golpeando el pecho y el rugido del escape llenando todo.
Paramos en un pueblito, pedimos café de olla y unos tacos de barbacoa que sabían a gloria. A unos metros, nuestras motos estacionadas. Había gente viéndolas, porque sí, una moto bien cuidada siempre atrae miradas.
Cuando la carretera decide cambiar las reglas
Después de un par de horas, el cielo se puso gris. Primero unas gotas, luego un aguacero de esos que hacen que no veas nada. El visor se empañó, el pavimento se volvió espejo, y los baches desaparecieron.
Yo logré mantener la moto firme, pero mi novia no tuvo tanta suerte: la vi derrapar, escuché cómo la moto raspaba el pavimento y cómo la llanta delantera quedó torcida. Ella estaba bien, solo el susto, pero la moto ya no podía avanzar.
Ahí me tienes, con la mía encendida a baja velocidad mientras empujaba la suya, avanzando despacio y empapado.
El biker que no dejó a nadie atrás
En eso, se detuvo un biker. Se bajó sin decir mucho, nos preguntó si estábamos bien y le dijo a mi novia:
Él se la llevó en su moto, y yo me quedé empujando la suya, avanzando a paso de tortuga mientras veía cómo mi escape se llenaba de gotas y pensaba que esto parecía penitencia.
El bar de película y la famosa "gata bajo la lluvia"
Llegamos a una gasolinera con un restaurante-bar. De esos lugares que parecen de película: barra de madera, luces cálidas, un barman barbón con chaleco de cuero que parecía conocer todas las historias de la carretera.
Adentro, un grupo de moteros. Apenas nos vieron empapados, uno gritó:
Y ahí empezó la risa. Cada uno contaba su peor experiencia bajo la lluvia:
Todos sabíamos que, por más grande o pesada que sea tu moto, la lluvia siempre te gana. Y la neta, si no te ríes de eso, ¿para qué ruedas?
El biker veterano y el consejo que valió la pena
Cuando ya nos íbamos a organizar para ver cómo mover la moto, se acercó un señor de barba blanca, chamarra de cuero gastada y una Harley clásica que parecía recién salida de museo. Tenía esa presencia de alguien que ya rodó todo y sabía exactamente qué decir.
Le dijimos que no, que las usamos solo para rodadas de fin de semana.
La lección de la rodada
Ese día confirmé algo que ya sabía: ser biker es más que rodar. Es ayudar sin preguntar, reírse de uno mismo cuando todo sale mal y tener historias que luego cuentas con una chela en la mano.
Mi moto sigue siendo mi orgullo, la cuido igual, la presumo igual… pero ahora sé que, pase lo que pase, tengo respaldo. Porque la libertad se disfruta más cuando sabes que, si algo sale mal, solo llamas, resuelves y sigues rodando.
Y cada vez que suena La gata bajo la lluvia, mi novia y yo nos reímos y decimos:
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